lunes, 26 de agosto de 2013

Carta a la mujer que era

Ya no te veré sentada a la vera de la ventana, con el reflejo del sol cayendo por tu rostro y las pequeñas luminosidades iluminando tus iris oscuros veteándolos con pequeñas partículas de color dorado,  no admiraré tu cabello negro cayendo como una cascada nocturna hacia el infinito, ni tus piernas recogidas como si fueras una especie de felino sigiloso mientras con la boca entreabierta repites de manera casi silenciosa las palabras de un libro que admiras con deleite.

Los demonios nunca duermen y los fantasmas son simplemente recuerdos que se agazapan en nuestra alma  esperando ansiosos por salir a flote,  casi siempre en esas largas noches de insomnio,  cuando el universo parece dormitar y derivar de manera ciega y empecinada a través de las estrellas.  Es en esos momentos en que leemos y escribimos aferrándonos a ese mundo limpio de las letras, pretendiéndonos embarcar en esas aventuras y pensamientos redactados por hombres y mujeres de cientos de lugares  que vivieron y murieron antes que naciéramos, pretendiendo hallar una respuesta que ellos buscaron durante sus efímeras vidas con el mismo infructuoso resultado que tú y yo indagamos en sus almas y en su soledad.

También te ha ocurrido, ¿cierto? El levantarte a mitad de la noche, el creer escuchar esa voz familiar que por tanto tiempo ha sido añorada, el sentir en tu piel el eco de una caricia por la espalda que ya no existe, oler  ese aroma que te hacía sentir segura, en casa, pero que ya ha desaparecido por completo.  Despertarte y descubrir que la ausencia sigue presente y la cama vacía; en esos momentos, supongo, te asomarás nuevamente a la ventana, sin ningún propósito en específico, solamente contemplar las calles vacías y silenciosas, mientras la luz de la luna te baña un poco más, a la vez que  los segundos y horas pasan porque a pesar de nuestros pensamientos, de los deseos autodestructivos que se repiten como un eco lejano en la cabeza, el tiempo sigue avanzando sin volver la cabeza atrás.

¿Sabes? Creo que la vida se compone de miles  de fragmentos irrepetibles, nuestras decisiones son las que guiarán la senda a seguir. La mayoría de las veces tememos tomarlas, elegimos atarnos al pasado, ceder ese control al dolor, a esa rabia silenciosa que nadie puede percibir pero que nos desgarra por dentro… quien dijo que el amor y por consiguiente el desamor –ambas caras de la misma moneda- no son capaces de matar se equivocaba, lo hace, claro está, pero de manera cruel, en silencio y a largo plazo.  Pretendes olvidarlo sumergiéndote en ese mundo intelectual donde crees que no llegaran las voces y las memorias pero al final siempre, y no importa lo que hagas, terminan hallándote.

Yo también lo he hecho y lo hago a través de letras, de la construcciones de cientos de mundos imaginarios –como éste-, donde edifico barreras y diques que pretenden olvidar aquello que duele. Quizá mi mensaje llegué hasta alguien que pueda sentirse identificado por lo que escribo o simplemente son letras muertas que únicamente sirven para no acallar mis pensamientos. Lo único que tengo claro es que debo escribir y escribir de manera testaruda, buscando un resquicio, una respuesta que probablemente no exista.

A pesar de ello, intento elegir acallar las voces del pasado, vivir en el presente, en las memorias que construyo día tras día, quizá en una voz que me devuelva la alegría, en tu mirada interrogativa y el recuerdo del tacto de tu cuerpo en una noche donde hablamos hasta casi el amanecer.

Tu decisión está tomada. Eres quien eres, para mí, serás quien eras. Seguirás junto a la ventana mientras el sol te sigue bañando,  leyendo con las piernas recogidas y mirando a un horizonte infinito, siempre lejana y ajena.  Pero ya no te veré.


lunes, 12 de agosto de 2013

Escribir una novela


Dicen que el dolor más fuerte y placentero que se puede experimentar de manera simultánea es dar a luz. Las sensaciones son  tan intensas que el cerebro elige olvidarlas para que el proceso se pueda repetir una vez más y las mujeres no se rehúsen a ello. Nunca podré saber lo que se siente por obvias razones, pero estoy seguro que la gestación de una novela, si bien no tiene la misma intensidad, se le debe parecer bastante.
Se comienza con una hoja en blanco. Sólo quienes escribimos sabemos el pavor que puede causar esa brillantez, esa raya titilante que aparece en el computador presionándote para empezar a escribir, para vaciar las ideas que se agolpan de manera desesperada en el cerebro y que buscan un pequeño resquicio, ya sea una vocal o una consonante para empezar a salir de manera desaforada, desordenada, esperando para inundarlo todo como una avalancha, un magma incandescente dispuesto a devorarlo todo.
En mi caso, no soy un escritor ordenado o flemático. No planeo con anterioridad cada uno de los párrafos que van a salir, simplemente empiezo a teclear con la misma fuerza que un pianista toca su instrumento;  podrá parecer ridículo, pero al momento en que mis dedos se posan sobre las letras y empiezo a traducir mis demonios en oraciones y párrafos, mi mente se desvanece por completo, ya no me pertenece en lo absoluto, me siento como una especie de instrumento de algo que se escapa a mi comprensión, un médium cuyo único objetivo es escribir y escribir como si fuera un prisionero y la única manera de obtener mi libertad momentánea (que se revocará una vez me siente nuevamente frente al teclado) es llenar esa blancura sin límites que está frente a mí, el enemigo a derrotar que soy yo mismo.
He terminado, después de ciento sesenta y cinco páginas y  un año y dos meses, mi primera novela. Sería incapaz de relatarles de manera exacta lo que esto ha significado para mí, no sólo por el hecho de, finalmente, haber completado uno de mis tantos proyectos inconclusos, sino por lo mucho que he tenido que atravesar, tanto de manera física como mental y espiritual para poder hacerlo. Es casi imposible de describirlo. Sin embargo lo voy a intentar.
Lo primero que les diré es que ha sido doloroso, muy doloroso. Quizá sea por la historia en sí, que en cierto sentido habla de una parte muy difícil de mi vida, de ciertas heridas que dolieron en su momento y aún lo siguen haciendo. Escribir, día tras día, era sumergirme una y otra vez en una época que ocurrió hace ya algún tiempo y tratar de retener los recuerdos en unos pocos trazos, como quien pretende agarrar el sol con sus puños para que, al final, cuando abra las manos se dé cuenta que las tiene vacías. Era relatar sobre personajes que vivían en mi interior, que reflejaban diferentes facetas sombrías pero que vagaban por los abismos más profundos de mi alma, ocultos y danzando en un baile de máscaras del cual yo pretendía escuchar la melodía sin lograrlo en muchas ocasiones.
Alguien dirá que soy masoquista, probablemente tenga razón, no lo niego. Pero más allá de eso era una necesidad que me azuzaba, que me chuzaba, como una especie de alfiler que tienes clavado en el corazón y que empieza a punzar cuando no escribes. Podía empezar a rasgarme en los momentos más ordinarios del día como cuando estaba en la oficina, almorzando o trotando, era una especie de silbido que se convertía en un murmullo que pretendía ignorar y que cada vez aumentaba su intensidad hasta convertirse en un grito que se alojaba en mi cuerpo, que se repetía como un eco infinito y me ordenaba continuar con la historia.
¿Han escuchado que cuando los drogadictos entran a rehabilitación y empiezan a desintoxicarse es su cuerpo el que les pide más y más drogas al extremo de empezar a enfermarse por su ausencia? Podría decirse que cuando escribes una novela sientes lo mismo, puedes no quererlo, tener el impulso de abandonar a tus personajes a su deriva en una especie de limbo literario pensando que ellos no necesitan de tu ayuda para salir adelante y resolverán solos sus problemas, mandarlo todo a paseo y continuar con tu vida como si nada, pero las cosas ya no son como antes, una vez te has embarcado en esta travesía te das cuenta que es un viaje sin retorno y debes continuar hasta acabar. Mala suerte. El cuerpo, tu alma te lo exige, te has convertido en un yonki de las letras. No es que quieras hacerlo o no. Es que debes hacerlo.
Lo segundo que diré es que adquirir la disciplina necesaria es el equivalente a tratar de amaestrar un elefante. Es pesada, lenta y si te distraes una vez es posible que hayas perdido todos los avances que habías logrado hasta el momento.
Tan sólo necesitas trazarte el objetivo de querer escribir tu novela para que todas las tentaciones floten a tu lado, ingrávidas y dulces como voces de sirenas. No sólo los planes que aparecen de ningún lado, las amistades que nunca se habían manifestado sino hasta ese instante, sino que tú misma casa se convierte en tu enemigo, de repente quieres verte ese episodio de televisión que has visto mil veces o a mitad de un párrafo trascendental querer revisar tu cuenta de Facebook (Estoy convencido que el invento de Mark Zuckerberg se ha convertido en el cementerio de más de un aspirante a escritor).
Confieso que muchas veces he caído. He dejado aparcado mi escrito para irme de juerga, ‘es sólo un día’ me repetía de manera inocente, mañana sin duda retomo, al otro día decía lo mismo como quien repite un mantra, hasta que me daba cuenta que había pasado una semana o un par de ellas sin tocar la historia y volvía apesadumbrado y contrito a mi universo, y cada vez que me iba me costaba más trabajo retomar el ritmo.
Sin embargo, a pesar de ello, puedo decir que mantuve un ritmo regular. Escribí cada vez que podía, especialmente en los momentos anímicos más difíciles, lo hacía en noches lluviosas, estando tan embriagado que a duras penas lograba ver el teclado, en medio de montañas de cigarrillos y nubes de humo a pesar de prometerme a mí mismo que iba a dejar de fumar, y el teclado se llenaba de nicotina y pensamientos brumosos como si fuera la caverna de un dragón; lo hacía con el alma destrozada después de ver, enterarme o escuchar cosas que no debía saber. Pero también lo hice durante noches buenas, llenas de ilusiones y sueños, en momentos donde escribir era un placer, donde reía con mis personajes, y no veía el momento en que estuviera cercana la medianoche para llegar a teclear un par de buenas ideas que se me habían ocurrido durante el día.
Lo tercero que diré es que es muy difícil encontrar un estilo propio. Escribes, relees lo escrito y piensas que es muy superficial, demasiado estúpido,  no quieres ser el rey de lo evidente, un Paulo Coelho en potencia, pero hacía allá te diriges a pasos agigantados; o te pasa lo contrario, tu escrito es muy denso, te has convertido en uno de esos autores de medio pelo, pretenciosos y petulantes que has detestado toda tu vida.
¿Dónde se encuentra el equilibrio? En Mientras Escribo, el libro de Stephen King sobre la escritura, el autor nos dice que lo importante a la hora de redactar un texto es decir una verdad, TÚ verdad; puede que al resto del universo le parezca un idiotez, pero al menos estarás siendo honesto contigo mismo. He intentado seguir esta premisa con mi historia pero siempre he tenido la impresión de estar caminando en una cornisa entre lo simple, estúpido y baladí  y lo incomprensible y farragoso.
Siempre he pensado que los escritores son –somos- como niños pequeños, constantemente reclaman atención, quieren que el universo gire en torno a ellos, a sus historias, escriben para compartir un pedazo de sus sueños y pesadillas con el mundo, pero a cambio piden que no sean olvidados, que sean leídos. Podrán haber pocas excepciones a la regla: Un Kafka que guardaba sus escritos bajo llave y que pidió que su obra fuera destruida al morir, o un Ernesto Sabato que escribía múltiples historias para una vez terminadas sacrificarlas al fuego (De hecho, Sobre héroes y tumbas fue rescatada de las llamas por la esposa del escritor), pero la mayoría de los ellos sueñan con publicar sus historias y que sus libros se vendan en el mundo.
Diré que también me he dejado llevar por esas fantasías, que he soñado con ver publicado mi libro y que sea exhibido en una librería. Pero también sé que el camino es largo, que éste es mi primer relato, que los autores nuevos son ignorados por las grandes editoriales y que vivo en un país donde la lectura es algo prescindible. Más importante aún, debo concientizarme que lo importante no es esa meta sino haber terminado, que este es un escalón y que debo continuar la senda sin importar cuántas negativas reciba y cuantos obstáculos se crucen en mi vida. Siempre he creído que al final, el verdadero talento saldrá triunfante.
Ahora que he terminado Rabia (mi novela), me siento un poco vacío, exhausto, después de tanto esfuerzo. Retomé viejas lecturas y he empezado a corregir una de mis historias de terror que tenía en el desván de los recuerdos, pero siento como si la novela hubiera absorbido mis energías para escribir de nuevo, pero sé que debo reponerme y retomar el buen  camino, finalmente me quedan cientos de historias por escribir.
Bastará decir que este no es el fin del camino, ya que queda una parte muy importante por hacer y que, confieso, es a la que menos cariño le tengo: Corregir. Para una persona como yo, pasional e impulsiva, detenerse en los detalles, comas, sintaxis, en la relectura una y otra vez de los sitios ya visitados, es lo más parecido a un laberinto de pesadilla, y sin embargo, debo hacerlo porque en la corrección está la perfección. Por el momento dejaré descansar la historia un mes en el desván (finalmente no irá a ningún lado), tomaré un poco de aire, quizá tome una cerveza y me pondré a ello, palabra por palabra, letra por letra.

Para finalizar quería confesarles algo curioso que ocurrió durante el proceso. La novela la escribí pensando en alguien. Cada capítulo, palabra y letra la hacía pensando en ella, en su reacción al leerla, el brillo de sus ojos, su sonrisa, cabeza ladeada e inclinación de hombros; podría decirse que la historia le pertenece por completo. Su presencia, o quizá su falta de ella fue la fuerza que me impulsó para sumergirme cada día en esta historia, como una especie de musa ausente, sin ella quizá no la habría terminado, pero ahora, al final de las cosas, al momento en que todo ha terminado, siento que no vale la pena que la lea.